Yo por mí lloraba toda la tarde, todo el mes, toda la vida
De ahí que la emoción en las telenovelas, sin máscaras y sin otras pretensiones, pueda resultar agua bendita para nuestras desvalidas y cada vez más estériles almas. Ese es el mérito que más le agradecemos.
A una novela se le exige, y con razón, que nos emocione. Sus armas no son precisamente las de la reflexión, y ni siquiera la de buscar el equilibrio entre emoción y reflexión, como parece ser el patrimonio de las grandes obras. Pero sucede que, en estos tiempos, es la telenovela lo que más nos garantiza la emoción. Y esto resulta de extrema importancia. Hoy en día se ha vuelto de buen tono contener nuestras emociones. Llorar no es propio de estos tiempos modernos. Desde niños nos prohíben llorar, nos enseñan que llorar no es cosa de hombres. Nos han convencido que reprimir nuestros sentimientos es síntoma de buena educación, majestuosa señal de toda persona civilizada. Es posible que el uso y abuso que ha hecho el fascismo de la emoción nos haya llevado al otro extremo. Y así tenemos que la emoción y, en particular, el llanto, han retrocedido en nuestra época. Y si la represión de los sentimientos va en contra de la naturaleza humana, liberarlos, si se quiere de manera hasta impudorosa como lo hace la telenovela, no puede resultar gratificante. No importa si llorar es o no un placer, lo importante es que no inhibamos nuestros propios sentimientos. Que la telenovela, de forma tan eficaz, nos procure esa posibilidad, es algo que nos ayuda a olvidar todos sus pecados. El cubano Félix B. Caignet, inolvidable autor de El derecho de nacer, primera radionovela latinoamericana que dio la vuelta al mundo, me confesó en cierta ocasión: "He hecho mis investigaciones por los barrios populares y he llegado a la siguiente conclusión: los oyentes no lloran por mis novelas; yo sólo les doy un pretexto."
- La telenovela o el chisme elevado a categoría de arte dramático. De Julio García Espinosa. En La doble moral del cine.
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