Por la noche me despertaron los escarabajos, que se golpeaban contra las paredes. Maté dos; uno en el mismo centro del amplio piso de baldosas, pero cuando me desperté no quedaban ni rastros. Era demasiado insólito. ¿Habría soñado? Entonces busqué el otro, y lo encontré rodeado de hormigas que aparecían en grandes destacamentos entre las baldosas. Deben de haberse comido completamente al primero.
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Nada que hacer, salvo beber bebidas efervecentes, con gusto a fruta (ningún milagro en este estado sin Dios convertiría esta agua gaseosa en vino) y observar la horrorosa abundancia de la mera vida. No se puede abrir un libro sin que un ser diminuto atraviese precipitadamente la página; los puestos están llenos de grandes frutas pulposas e insípidas, y cuando se encienden las luces, aparecen los insectos; la calle que corre junto al río verde y rancio está negra de bichos. Uno los mata en el piso de su cuarto, y por la mañana, como ya dije, ya han sido utilizados en abrevar nuevas vidas; esas hordas de hormigas que aparecen entre las baldosas al olor de la muerte o de los dulces. Una mañana compré un poco de azúcar para llevármelo conmigo a Chiapas, y cuando me acosté por la tarde un ejército de hormigas desfilaba por tres de los cuatro lados de mi cuarto.
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Era una noche espantosa. La acera frente al hotel estaba negra de insectos. Había escarabajos en cada escalón, desde la dínamo eléctrica hasta el primer piso; explotaban contra las lámparas y las paredes y caían con un ruidito de granizo. En alguna parte había una tormenta, pero el aire de Villahermosa no se despejó nunca. Entré en mi cuarto y maté siete cascarudos; los cadáveres se movían tan rápidamente como en vida, arrastrados por las hordas de hormigas. Me recosté y leí un libro de Trollope, con nostalgia. De vez en cuando me levantaba y mataba otro escarabajo (doce en total).
- De Caminos sin ley. Graham Greene.
El Moby Dick de los escarabajos.