Capítulo II - Qué fue de Cándido entre los búlgaros
-Camarada -dijo uno- aquí tenemos un gallardo mozo, de la estatura requerida.
Se acercaron a Cándido y lo convidaron a comer con mucha cortesía.
-Señores -les dijo Cándido con encantadora modestia- mucho favor me hacen ustedes, pero no tengo para pagar mi parte.
-Señor -le dijo uno de los azules- las personas de su aspecto y de su mérito nunca pagan. ¿No tiene usted cinco pies y cinco pulgadas de alto?
-Sí, señores, ésa es mi estatura -dijo haciendo una cortesía.
-Vamos, caballero, siéntese usted a la mesa, que no sólo pagaremos, sino que no consentiremos que un hombre como usted ande sin dinero; los hombres han sido hechos para socorrerse unos a otros.
-Razón tienen ustedes -dijo Cándido-; así me lo ha dicho mil veces el señor Pangloss, y ya veo que todo es perfecto.
Le ruegan que admita unos escudos; los toma y quiere dar un vale; pero no lo quieren, y se sientan a la mesa.
-¿No ama usted tiernamente?...
-Sí, señores -respondió Cándido- amo tiernamente a la señorita Cunegunda.
-No preguntamos eso -le dijo uno de aquellos dos señores- preguntamos si no ama usted tiernamente al rey de los búlgaros.
-En modo alguno -dijo- porque no le he visto en mi vida.
-Vaya, pues es el más encantador de los reyes. ¿Quiere usted que brindemos a su salud?
-Con mucho gusto, señores -y brinda.
-Basta con eso -le dijeron- ya es usted el apoyo, el defensor, el adalid, el héroe de los búlgaros; su fortuna está hecha, su gloria afianzada.
Le echaron al punto un grillete al pie y se lo llevan al regimiento; lo hacen volverse a derecha e izquierda, meter la baqueta, sacar la baqueta, apuntar, hacer fuego, acelerar el paso, y le dan treinta palos: al otro día hizo el ejercicio un poco menos mal y no le dieron más de veinte; al tercero recibe solamente diez, y sus camaradas lo tuvieron por un portento.
Cándido, estupefacto, aún no podía entender bien de qué modo era un héroe. Un día de primavera se le ocurrió irse a paseo, y siguió su camino derecho, creyendo que era privilegio de la especie humana y de la especie animal, servirse de sus piernas a su antojo. No había andado dos leguas, cuando surgen otros cuatro héroes de seis pies que lo alcanzan, lo atan y lo llevan a un calabozo. Le preguntan jurídicamente si prefería ser fustigado treinta y seis veces por las baquetas de todo el regimiento, o recibir una vez sola doce balazos en la mollera. Inútilmente alegó que las voluntades eran libres y que no quería ni una cosa ni otra; fue forzoso que escogiera, y en virtud de la dádiva de Dios que llaman libertad , se resolvió a pasar treinta y seis veces por las baquetas, y sufrió dos tandas. Se componía el regimiento de dos mil hombres, lo cual hizo justamente cuatro mil baquetazos que de la nuca al trasero le descubrieron músculos y nervios. Iban a proceder a la tercera tanda, cuando Cándido, no pudiendo aguantar más, pidió por favor que tuvieran la bondad de levantarle la tapa de los sesos; obtiene ese favor, se le vendan los ojos, lo hacen hincar de rodillas. En ese momento pasa el rey de los búlgaros, se informa del delito del paciente, y como este rey era hombre de grandes luces, por todo cuanto le dicen de Cándido comprende que es éste un joven metafísico muy ignorante en las cosas del mundo y le otorga el perdón con una clemencia que será muy loada en todas las gacetas y en todos los siglos. Un diestro cirujano curó a Cándido con los emolientes que enseña Dioscórides. Un poco de cutis tenía ya, y empezaba a poder andar, cuando dio el rey de los búlgaros batalla al de los ávaros.
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