... desprecio; combustible amargo de la soberbia...
- José Vasconcelos. La tormenta.
- José Vasconcelos. La tormenta.
Y hablaba Díaz Soto con elocuencia y con fuego. "Todo el país debiera ser de los indios; nosotros, los criollos y los mestizos estábamos de más; el general Zapata representa el primer caso de un caudillo netamente indígena." Ni siquiera esto era verdad porque Zapata era un mestizo. Pero Díaz Soto, soltando la verba, afirmaba: "El plan de Ayala es el primer programa salvador de la historia de México. Antes de él no ha habido nadie; Juárez era una burgués; Madero era otro sucio burgués y, además, pecado imperdonable, era un blanco." También Díaz Soto es un blanco. En México las campañas del fanatismo indígena las hacen los blancos; los indios, por regla general, no hablan de su casta; tratan de disimular que son blancos. Y la campaña de indigenismo radical es obra protestante imperialista de tan sutil penetración, que la emprenden a menudo hombres como Díaz Soto, medio católico y perfectamente español y sin simpatía alguna por lo anglosajón.
Toda una sociedad podrida parecía resistir nuestro esfuerzo por regenerarla. Y, en efecto, ¿adonde iban a parar cien años de historia sombría si de repente un Madero, sin hazañas de sangre, levantaba el nivel nacional, iluminaba los bajos fondos de nuestro destino? Todo un pasado de horror exigía que no se removiese más, que no se produjese el contraste de un gobernante talentoso y honrado y la acción cavernaria de sus antecesores. Era necesario acabar con aquel petulante que sin duda era un hipócrita. Desde antes que apareciese la figura patibularia de Victoriano Huerta, cierta opinión clamaba por otro asesino en el mando. ¿Qué era eso de la bondad, la libertad y el talento en el gobierno? Que se fuera a Suiza con esa canción aquel Madero exótico. ¡Lo que México necesitaba era otro Porfirio Díaz! Torva intención dentro del rostro mudo. Cruel la mano contra quien ose pensar y ser libre.
La vieja sensibilidad azteca, humillada el 7 de junio con las apoteosis de aquel blanco, resuelto a no matar, se removía ofendida anhelando la reaparición de su representativo, el tirano zafio. Y así fue como se propagó el grito infame: 'Pino, no... Pino, no". Lo repetían los ex porfiristas, los próximos huertistas, los futuros carrancistas. Pino era un patriota limpio de sangre.